–Silencio– dice el muchacho con voz entrecortada.
Avanza con lentitud y el corazón palpitante por un callejón estrecho, mientras que por los flancos se elevan grandes estructuras de departamentos que imponentes hacen sentir su aplastante presencia.
Luego de varias horas de una lluvia intensa en la ciudad, la negrura de la piedra de la que está formado el suelo, sustenta ya grandes, ya pequeños charcos de agua.
Es casi media noche… el ambiente está en calma y prácticamente es posible respirar –si fuera esto posible– un silencio abrumador.
Sopla un viento frío que como olas en el mar embravecido rompe sobre la piel del muchacho, al tiempo que un anciano permanece recargado, exhausto, sobre el dintel de una casa ubicada al inicio del callejón. El endeble viejo observa con vista cansada el camino que le espera por delante, sin ánimos de adentrarse a ese lugar hostil.
Sin energía, el joven hace un esfuerzo por animar a su viejo amigo posando su mano derecha sobre la espalda de éste y al instante advierte la humedad de las ropas de su compañero. ¿Pero, cómo es esto posible?, se pregunta el muchacho, y es que se resguardaron del torrente.
Nuevamente repite el movimiento, el roce en esta ocasión resulta más prolongado, lo que le permite percatarse de que esa humedad no es producto de la llovizna… es sudor, sudor que brota de esa piel longeva mal oliente por la excitación del momento… está empapado, hirviendo en sudor salado.
Avanzan más deprisa -deben seguir, el chico lo sabe bien-, si no se apresuran en breve les darán alcance y será en vano todo esfuerzo hasta este momento realizado.
El abuelo se abre paso a través del solitario callejón, por su mente deambulan rostros abatidos, indiferentes, tal parece ser una premonición sicalíptica; apoya su peso sobre su amigo recargando una mano sobre él, mientras desliza con suavidad la otra por la rugosa piedra que conforma la pared del lugar.
Sin la velocidad esperada, se internan en un herrumbroso paisaje dominado por sombras disonantes que se cruzan en su camino buscando ser cómplices de estas almas prófugas, mas sus perfectas antagonistas resultan ser tres grandes bombillas industriales que se levantan aproximadamente cinco metros por encima de ellos, dos a su derecha y una a la izquierda, frente a ellos.
Tres atalayas que observan cada uno de los movimientos permitiéndoles que se acerquen para -en el momento indicado- aplastarlos sin conmiseración.
Con pequeños y muy breves pasos, ahora avanzan pausadamente hasta donde les permiten sus pies entumecidos continuar su periplo. El agua se filtra ya por el par de zapatos del más joven, y las mejillas de su compañero comienzan a ceder al frío, al tiempo que las narices de ambos han sucumbido al aire helado que como vidrio cortante se quiebra frente a sus rostros.
A cada respiro se saben acorralados, sienten en el fondo de sus pechos el cruel efecto vibratorio de los pasos de aquellos a quienes tanto temen.
Jorge Iván Garduño
@plumavertical